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Rue de la Huchette

Actualizado: hace 2 días

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Nunca había heredado un fantasma, y como si me estuviera mudando a una casa donde una habitación debe permanecer siempre cerrada, así hay algunas estaciones en su alma que rebotan ecos de una vieja tristeza que a veces recuerda que puede latir. Quisiera pensar que nos hemos deshecho de él. Por eso decidí dejarlo en un lugar que para mí es tan mágico que espero que no quiera irse jamás de ahí: debe estar sentado en la mesa #7 de Rue de la Huchette, en el barrio latino de París. Y no, no se merece un sitio tan increíble, pero no quiero que deambule más por aquí. Por eso le regalé un lugar sagrado para mí para que pudiera estar quieto.

Y es que se volvió tan tangible ahí, bajo esa luz tibia donde la memoria a veces respira, fue ahí que quise hablar de él mientras aún tuviera paz para hacerlo. Y aunque ella me ha jurado que su recuerdo ya no pesa, he aprendido a llevar el silencio que a veces la envuelve como una segunda piel que porto con cierta pesadez, para que ella pueda sentirse ligera de nuevo. Y le creo -con la fe desesperada de quien encontró un sueño que quería ser soñado- cuando me dice que ha dejado ir.

Pero a veces el aire se congela, y en un gesto, en una palabra, en la sombra de una risa que no nació aquí, se refleja en mí el destello de una anécdota ajena. Entonces siento el frío de una cicatriz que yo no abrí, pero que parece aguardar, paciente y cruel, cualquier rendija por donde asomarse. Y aunque no sea necesario, día a día construyo un refugio para que estemos en paz, y sin querer, al hacerlo, terminé mostrándole el amor que necesitaba.

Y la amo. La amo con todo y esa herencia tan pesada, incluso cuando se pregunta si el amor dejará algún día de ser esto tan sagrado. Y ella me ama también; lo sé porque ni siquiera necesito preguntármelo. No lo había entendido entre tantos poemas y libros: así era como debía sentirse, la simple certeza de saber que no hay duda alguna de su vida en la mía.

Hoy regreso al misterio que nos envolvió en aquel revoltijo cósmico de destinos, acomodando planetas, estrellas y lunas para que mi memoria llegara hasta ella. Para que le pareciera, de pronto, una idea hermosa y valiente cederme un pedacito de su vida.

Herencia de aquel pasado, bajo el piano desafinado del bar que más he amado, te dejo ahí para que escuches el rumor de conversaciones ajenas. No quiero que salgas nunca de ese lugar. No mereces, es cierto, una eternidad en un sitio tan peculiar, pero tampoco deseo que estés en un lugar tortuoso. Porque a donde vamos nosotros, ella y yo, no podemos cargar con malos recuerdos. Vamos ligeros. Queremos llenar los días simples de flores frescas, de besos que saben a café por la mañana, de un amor tan sereno que inspire a los poetas a decirles a los mortales que, bajo alguna estrella complaciente, existen dos seres tocados por un misterio divino y terrestre: el de curarse mutuamente.

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