Cuando Despiertas

No sé quién fue el primer idiota que dijo que al despertar no son hermosas. Tal vez lo dijo un hombre al que nunca se le escaparon los sueños por la boca, como fugitivos delicados que aún no saben si pertenecen al mundo o al recuerdo, pero hay destinos más trágicos como no haber visto jamás el temblor de una mujer regresando del país secreto donde duermen las cosas que no pronuncia.

Yo te he visto habitar provisionalmente tu propio rostro, desordenando el universo con el cabello y desafiando al espejo sin pedir permiso. Te levantas inaugurando la luz, te mirás, y esa mirada proviene de todos tus bostezos, de ciudades que inventaron vitrinas para esconder el temblor de lo auténtico.

Intentas mojar tu rostro para volver a este plano, pero el agua solo revela y bajo la piel aparece otra piel menos obediente; bajo el sueño, el sueño persiste, como si el alma no entendiera del todo el oficio brutal de despertarse.

Entonces, ocurre el milagro cotidiano, vuelves al espejo, y ya no pides absolución, tu y la mañana dejan de juzgar y; simplemente se reconocen, aprecias a la que trae la noche en los ojos y, sin embargo, insiste en el día y descubres la boca que sabe que el beso es un idioma anterior al lenguaje, te conviertes en el gesto mínimo de acomodarte el pelo y como quien se tropieza consigo mismo, te entregas a una rebeldía tranquila, a una resistencia íntima, y entras de lleno en la batalla liviana de existir sin disculpas.

A esta hora, nadie debería hablar de belleza, la belleza es un equívoco, un contrato inútil entre quien mira y quien teme ser visto y tu, de temor no tienes nada. Tu rostro no necesita ser perfecto, le basta ser verdadero, y eso, en este mundo, es ya un acto de magia.

Si alguien no comprende este rito de madrugada, esta postal entre el sueño y la vigilia, que se vaya, que la mañana es tuya, los pájaros se detienen a observarte, y tus sueños, lejos de huir, eligen quedarse un instante más, observando cómo aprendes, otra vez, el difícil arte de despertar.