Perséfone
- Gerardo Javier Garza Cabello
- 24 abr
- 2 Min. de lectura

Siempre he temido los umbrales. No los literales; los peldaños desgastados entre habitaciones o las lámparas donde la luz titubea, sino las fronteras invisibles donde el yo se deshilacha. Donde amas, donde te equivocas, donde comienzas de nuevo y te paras en la boca de una cueva a susurrar llévame, sabiendo que el eco que regresa no te será familiar.
Es el momento en que el suelo se abre bajo tus pies. Un día recoges flores; al siguiente, la tierra se parte como una herida y el dios de las ausencias te arrastra a un reino donde nada crece.
Gritas. Ayunas. Rompes tu ayuno—no por hambre, sino por anhelar una prueba—que incluso en el infierno, algo puede brillar hasta deslumbrarte. Cuando regresas, el mundo está alterado. Tus manos huelen a humo y hierro. Has aprendido el peso de una corona en la oscuridad. Los demás te llaman bendita, pero tú conoces la verdad, ahora eres criatura de dos silencios. El de arriba, donde el sol finge que nada falta. El de abajo, donde tus pasos resuenan en un salón de espejos, reflejando versiones de ti que ya no reconoces. Has migrado hacia algo más grande que no alcanzas a comprender.
Repites el pacto contigo misma, debes dejar que el abismo te vacíe. Debes rendirte ante la extraña del espejo que lleva tu rostro pero habla en un idioma de cicatrices. Cada nueva ciudad, cada nuevo amor, exige esto, deshacer las puertas.
Empacas tu vida en maletas, pero lo esencial—la calle de tu infancia, el nombre que susurró tu primer amor, el olor del pan de una panadería que ya no existe—no se puede cargar. Se vuelven fantasmas. Te los llevas dentro y te rondan.
Y sin embargo.
Hay una alquimia peculiar en la pérdida. El yo no es una fortaleza, sino un cauce moldeado por lo que lo atraviesa. El amante que se va enseña a tus manos a sostener el vacío. La ciudad que nunca fue tuya tiñe tu piel con sus dialectos, y un día despiertas para descubrir que tus sueños se despliegan en su gramática. Estación tras estación, encuentras nuevas formas de tener sed.
Tal vez por eso tememos los comienzos: son finales disfrazados. Dar un paso hacia una vida nueva es permitir que la antigua se derrumbe como un acantilado en el mar. Pero el terror es también promesa. Al fin y al cabo, no regresarás siendo la misma.
Regresarás dos veces nacida.
¿Y las flores?
Volverán a crecer.
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