bitácora del capitán
- Gerardo Javier Garza Cabello
- 5 jun
- 2 Min. de lectura

Subí a la montaña a donde los poetas van a morir. Encontré fiebre, calles con ríos y una leve, pero manejable, alucinación que no recuerdo haber tenido antes. Llevaba ya tres días repasando, una y otra vez, lo que ya no dolía… hasta que volvió a doler, incluso más que la primera vez.
La curiosidad de quienes salieron a mi encuentro insistía en saber quién había provocado mis letras. Imaginé a todas ellas en el mercado, sin saber que un hilo invisible las unía a mi alma. Me preguntaba quiénes serían amigas, quiénes no se soportarían. Sonreí un instante al imaginar tanta alegoría. Volví a leer a Lucía, y Lucía me leyó a mí. Se burló de mí, me dijo mis verdades. Lucía no estaba ahí.
Bajé y subí la montaña tantas veces que creo que toqué el cielo con los dedos... o el cielo me tocó a mí. A tres mil metros sobre el nivel del mar, aprendí algo nuevo del Tacaná: tiene un romance de solsticio con otro volcán, llamado Tajumulco. Se besan en los labios una vez al año, cuando la luz del atardecer rebota y encuentra su aliento. Gran historia. Me encanta el romance del solsticio de invierno con la península mexicana, entre serpientes que bajan del cielo y volcanes que se enamoran de nuevo.
¿Estoy enamorado?, pensé. Ese pensamiento se colgó de mí.
Leí Madre cinco veces, y en la última quise llorar. Un día, el tiempo me va a alcanzar, y yo estoy aquí y allá, visitando con mis letras tantas latitudes, siendo un pirata con mil virtudes. Y en los breves instantes en que me permito ser humano, me vuelvo un extraño. La extraño. Me extraño.
Volví al Tacaná para saber que él también tiene que esperar al invierno para recordar cómo se siente el amor.
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